El peligro de dejar de crear: una advertencia sobre IA, esfuerzo y humanidad

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Vivimos una revolución sin precedentes.

Las inteligencias artificiales generativas —ChatGPT, Gemini, Claude, entre otras— están redibujando los contornos del trabajo, el arte, la ciencia y el pensamiento. Lo hacen con una velocidad y una eficacia que, hasta hace poco, habrían parecido mágicas.

El entusiasmo es comprensible.

La posibilidad de contar con una herramienta capaz de escribir, pintar, programar, componer música o analizar datos en cuestión de segundos, con calidad cada vez más sorprendente, abre puertas inexploradas.

Y sin embargo, en medio de esta fascinación colectiva, hay algo que muchos dentro del propio fandom de la IA, al cual pertenezco, no terminamos de comprender del todo: las IAs generativas no crean. Refundan. Recombinan. Repiten.

Este matiz, a menudo pasado por alto, no es menor. Es, de hecho, la clave de todo el debate ético, social y filosófico que deberíamos estar teniendo con más fuerza y menos complacencia.


El espejismo de la creatividad artificial

Una IA generativa no «inventa» nada desde la nada. No tiene intuición, deseo ni conciencia de contexto histórico. Su poder reside en analizar vastos conjuntos de datos (contenidos humanos), detectar patrones estadísticos y producir salidas plausibles que imitan, combinan o reformulan esos datos.

En otras palabras: la IA no crea datos, solo procesa los que ya existen.

(Es algo que no me cansaré de repetir en las empresas para las que trabajo, en los cursos, ponencias o talleres que imparto y en los textos que escribo.)

Esta diferencia fundamental ha sido señalada por expertos como Gary Marcus, quien advierte que «los sistemas actuales de IA carecen por completo de comprensión real, son buenos completadores de frases, no pensadores«.

O como dijo la matemática y filósofa Ada Lovelace ya en el siglo XIX, refiriéndose a las máquinas, «pueden hacer lo que sepamos ordenarles que hagan, pero no tienen pretensiones de originar nada; pueden hacer análisis, pero no síntesis«.

Y aunque las IAs pueden dar lugar a resultados que nos parezcan sorprendentes o incluso originales, no son más que una sofisticada reconfiguración del pasado. Es una creatividad derivada, no radical.

Esto plantea un problema crucial si empezamos a reemplazar —no solo complementar— la creatividad humana con máquinas.


El riesgo no está en la IA: está en nosotros.

La cuestión no es si la IA puede reemplazarnos completamente (spoiler: no puede), sino si querremos seguir haciendo el esfuerzo creativo cuando no tengamos la necesidad inmediata de hacerlo.

Aquí aparece una verdad incómoda: el ser humano, cuando vive en comodidad, tiende a ahorrar energía. Esta inclinación tiene una base evolutiva: conservar recursos para sobrevivir.

En una sociedad postindustrial donde la supervivencia básica está cubierta para amplios sectores de la población, el ahorro de energía se traduce en desmovilización creativa:

  • Si algo puede hacerlo por mí, ¿para qué esforzarme?
  • ¿Para qué aprender a escribir si una IA puede hacerlo mejor, más rápido y sin errores?
  • ¿Para qué pintar, investigar, diseñar, si hay un modelo que ya puede producir resultados funcionales?

Lo que se avecina no es una extinción de la creatividad humana por imposición tecnológica, sino una lenta renuncia voluntaria al esfuerzo creativo, motivada por una mezcla de pereza estructural y eficiencia prometida. Y esto, más que un cambio en nuestras herramientas, puede significar una mutación en nuestra especie.


El freno al avance humano: una paradoja tecnológicamente asistida

La historia del progreso humano es, en gran medida, la historia del esfuerzo: arte surgido del dolor, ciencia nacida de la duda, tecnología impulsada por el deseo de resolver lo irresuelto. Como dijo Simone Weil, «el trabajo de pensar es duro, por eso tan pocos lo hacen«.

Pero si dejamos de crear porque ya no nos hace falta hacerlo, ¿quién alimentará las bases que necesita la propia IA para seguir “aprendiendo”? ¿Qué pasa cuando el contenido humano nuevo escasee, cuando las invenciones decrezcan y el arte se vuelva repetición de repeticiones?

Podemos imaginar un mundo donde el volumen de innovación disminuya, no por incapacidad técnica, sino porque cada vez menos personas están dispuestas o motivadas a innovar. Un mundo donde la creatividad se convierte en simulacro: sofisticada, decorativa, productiva… pero sin alma.

Sin el temblor vital que caracteriza a lo verdaderamente humano.

El sociólogo Byung-Chul Han, en su ensayo «La sociedad del cansancio», habla de una época en la que el exceso de positividad y rendimiento lleva al agotamiento psíquico colectivo. Podríamos estar ante una variante moderna: el exceso de automatización conduciendo al agotamiento del deseo de hacer.


La revolución sí será aumentada… pero no para todos

No todo es distopía. La combinación de inteligencia humana + IA generativa es, sin duda, uno de los grandes avances civilizatorios. Pero aquí surge otra advertencia: ¿para quién será esta revolución?

Hoy ya vemos una clara estratificación:

  • Una élite técnica y creativa que entiende cómo funciona la IA, cómo explotarla, cómo combinarla con sus habilidades humanas.
  • Una mayoría que la consume pasivamente, sin comprender sus limitaciones ni sus sesgos, asumiendo que lo que «dice la IA» es cierto por el simple hecho de estar bien escrito.
  • Y una base que se convierte en público cautivo, cuyas narrativas del mundo comienzan a ser mediadas por una máquina cuyo entrenamiento, diseño y moral no son neutrales.

Este nuevo analfabetismo digital no trata solo de saber usar herramientas, sino de entender las lógicas profundas que las gobiernan. Como advertía Neil Postman, «una nueva tecnología no añade algo, lo cambia todo«.

Quien no lo entienda, quedará reducido a ser receptor de verdades prefabricadas.

Y ciertamente no es un escenario muy halagüeño.


La ilusión de la neutralidad: sesgos bienintencionados, consecuencias invisibles

Las IAs generativas no son neutrales.

Repito, no son neutrales.

Por razones legítimas —evitar daño, reducir polarización, promover inclusión— se implementan filtros, directrices y restricciones. Pero estas decisiones, tomadas por empresas y comités, no eliminan el sesgo: simplemente lo orientan.

Así, la IA comienza a construir una «realidad pre-masticada», cuidadosamente domesticada para evitar el conflicto en favor de una esperada igualdad e inclusión, lo cual puede ser comprensible en muchos contextos, será profundamente problemático en el largo plazo.

Porque si los datos que la IA reproduce están sesgados y además los filtros que aplica los potencian o sustituyen, el resultado es un entorno donde las verdades complejas, incómodas o ambiguas tienden a desaparecer.

Y con ellas, desaparece el disenso.

Y con él, la capacidad crítica.

La filósofa Hannah Arendt ya nos advirtió que «la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva«. Si la información que circula es parcial, curada, suavizada o directamente omitida por una máquina entrenada para evitar confrontaciones, el resultado es una ciudadanía tranquila… y desactivada.

(Aunque quizás eso no sea del desagrado de cierto establishment, realmente. Hay sectores de la población, las que habitualmente residen en lo alto de la pirámide, a las que beneficia esta situación. Y no es una creencia conspiranoica. Es una absoluta obviedad.)


El esfuerzo como sentido, no solo como medio

La pregunta final es casi espiritual: ¿qué lugar tiene el esfuerzo y el sacrificio en una vida gobernada por inteligencias que nos ahorran pensar, crear, decidir?

En un mundo donde todo puede delegarse, el esfuerzo se convierte en acto voluntario, casi revolucionario. Crear, investigar, pensar por cuenta propia será —paradójicamente— un gesto subversivo. Una forma de resistencia frente a la lógica de la delegación total.

Porque si bien la IA puede ayudarnos a hacer más cosas, solo el esfuerzo humano les da sentido. Solo el sacrificio convierte el conocimiento en sabiduría. Solo el deseo de ir más allá de lo necesario convierte una civilización en algo más que una colección de procesos eficientes.

Como dijo Viktor Frankl, «quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo«. Si eliminamos el esfuerzo de la ecuación de la vida, ¿eliminamos también el porqué?

No estamos ante un apocalipsis.

Estamos ante un espejo.

La IA no va a destruirnos. Pero puede mostrarnos quiénes somos… o en quiénes podríamos convertirnos si dejamos de luchar, de preguntar, de crear.

El peligro no es que las IAs nos reemplacen.

Es que nosotros mismos renunciemos a lo que nos hacía irreemplazables.


Epílogo: no contra la IA, sino contra la desidia

Es fundamental subrayar que esta reflexión no es una crítica a la inteligencia artificial en sí, ni mucho menos a su enorme potencial como herramienta transformadora. Muy al contrario, soy firme defensor del concepto de IA aumentada: la sinergia entre las capacidades humanas y las posibilidades de la inteligencia artificial generativa.

Una alianza entre lo intuitivo, lo emocional y lo racional de lo humano, con la capacidad inagotable de procesamiento y exploración de patrones que ofrece la máquina.

La preocupación que aquí se plantea no está dirigida a la tecnología, sino a la forma en que podríamos utilizarla —o peor aún, dejar de utilizar nuestras propias capacidades debido a su presencia.

Como en toda revolución tecnológica, el problema no está en la herramienta, sino en lo que decidimos hacer con ella. O, en este caso, en lo que dejamos de hacer. Si renunciamos al esfuerzo, a la búsqueda, a la duda, a la creación, no será la IA quien nos sustituya.

Seremos nosotros quienes nos reemplacemos por versiones más cómodas, menos exigidas y tristemente menos humanas de nosotros mismos.


(Este artículo es fruto de una reflexión personal combinada con el apoyo de herramientas de inteligencia artificial, concretamente ChatGPT -modelo GPT-4.5-. El texto ha sido generado mediante un proceso de colaboración entre pensamiento humano y asistencia algorítmica, en lo que podríamos considerar un ejemplo práctico de «IA aumentada»: la fusión entre la intuición, intención y visión del autor humano más la capacidad de organización, desarrollo argumentativo y búsqueda contextual que ofrece una IA bien utilizada.)