Los arquitectos invisibles: el impacto silencioso de los programadores en la vida moderna

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El síndrome del «constructor invisible»

Hoy venía conduciendo hacia mi clase de desarrollo backend pensando en hacer un repaso en cómo funciona la relación entre cliente y servidor en una comunicación web cuando caí en la obvia idea de que no hay prácticamente nada en nuestra vida moderna que no esté influida o haya pasado por las manos de un programador.

Y no hablo solo de los dispositivos móviles, ordenadores… hablo de tu coche, de Netflix, de tu nevera, de tu reloj, de la cita con tu médico y de tu historial médico, de tu currículo, de los semáforos, de cómo llega tu paquete de AliExpress, de tu monopatín eléctrico, de la pizza que te comes -de como se han gestionado sus ingredientes, tu pedido, que te la lleven a casa, de pagarla-.

De hecho, es difícil pensar un ámbito de tu vida en la que directa o indirectamente no haya estado presente un programador o una programadora. Y, sin embargo, ¿alguna vez has dado las gracias por todo lo que han hecho por tu vida? No. ¿Verdad?

Pues de eso va este artículo.

En 1999, el programador y ensayista Paul Graham escribió: «Los buenos programadores son como dioses: crean universos de los que solo ellos conocen las leyes«.

Esta afirmación contiene una ironía fundamental.

En un mundo cada vez más gobernado por software, los arquitectos de este nuevo orden digital siguen siendo, en gran medida, invisibles. No son celebrados en las portadas de revistas, no dan discursos en los grandes foros económicos y rara vez aparecen en los informes de gestión de las empresas para las que trabajan.

Son los modernos artistas ninguneados. Son creadores anonimizados, la nueva casta sacerdotal al servicio del capital.

La paradoja es clara: en la economía del conocimiento, quienes escriben literalmente las reglas del juego digital apenas son reconocidos por ello.

Este ensayo pretende abordar esa invisibilidad desde una perspectiva crítica y provocadora, especialmente dirigida a quienes toman decisiones: directivos, líderes empresariales y responsables de estrategia.

Porque no entender quiénes son los que construyen el software que sostiene las operaciones, las comunicaciones y las infraestructuras, es condenar a las organizaciones a una dependencia ciega.

Y, desde el otro lado, no entender nuestro papel es no entender el poder que tenemos sobre las organizaciones y la vida actual.

Voy a explorar tres dimensiones de este problema:

  • el mito de la autonomía del software (I),
  • la jerarquía de prestigio que privilegia la visibilidad sobre la construcción (II),
  • y las estrategias emergentes para recuperar la agencia y la autoría del programador (III).

Finalmente, te argumentaré por qué visibilizar al programador no es solo una cuestión de justicia simbólica, sino una necesidad estratégica para cualquier organización que aspire a ser digital en serio.


I. La ilusión de la máquina que se programa sola

Uno de los grandes triunfos del capitalismo digital ha sido hacernos creer que la tecnología funciona por sí misma. Que el software es algo que «está ahí» como una infraestructura neutral, cuando en realidad es el producto de decisiones humanas, con todo lo que eso implica.

La antropóloga Lucy Suchman, en su influyente libro Human-Machine Reconfigurations (2007), lo planteó así: «Los sistemas digitales se presentan como entidades acabadas, ocultando el trabajo humano tras su desarrollo«.

Es una afirmación que resuena en la experiencia cotidiana:

  • Nadie piensa en los equipos de desarrollo de Python al usar Instagram, aunque su código base depende profundamente de este lenguaje.
  • Cuando Netflix recomienda una película, no aparece ningún crédito al estilo «diseñado por» como en el cine.
  • Incluso los productos más disruptivos del mundo digital se presentan como emanaciones naturales de la marca, no como creaciones de equipos humanos.

Un estudio del MIT (2021) es revelador: solo el 12% de los usuarios de tecnología puede nombrar a un programador famoso, mientras que el 89% identifica sin problemas a CEOs como Zuckerberg, Musk o Gates.

La programación se ha convertido en lo que la socóloga Susan Leigh Star llamó «trabajo invisible». Sus contribuciones son esenciales pero están sistemáticamente borradas del relato público.

Esto es especialmente notorio en los roles de mantenimiento: DevOps que aseguran la estabilidad de sistemas críticos, contribuidores open-source que sostienen infraestructuras digitales globales sin salario ni reconocimiento.

Kazuho Oku, por ejemplo, pasó años optimizando librerías de Ruby utilizadas por millones. Su nombre rara vez aparece en ninguna lista de «influencers tech».


II. Por qué los programadores permanecen ocultos

La invisibilidad de los programadores no es un accidente, sino el resultado de cómo nuestras sociedades deciden distribuir prestigio. El historiador Thomas Hughes, en Networks of Power (1983), demostró que tendemos a asociar los logros tecnológicos con figuras carismáticas.

Necesitamos rostros, nombres, narrativas personales.

Así, Steve Jobs eclipsa a Wozniak. Page y Brin a Jeff Dean, uno de los arquitectos clave de los sistemas que sostienen Google.

Lo visible importa más que lo esencial.

Margaret Hamilton, líder del equipo que escribió el software del Apolo 11, lo explicó con precisión: «La prensa preguntaba 'cómo hizo la nave para llegar a la luna?', como si fuera magia. Nadie mencionaba las 400.000 líneas de código que escribimos» (entrevista de 2019).

A esto se suma la barrera de la abstracción. El filósofo Harry Collins sostiene en The Shape of Actions (1998) que cuanto más especializado es un saber, menos visible resulta. Un médico salva vidas de forma tangible; un programador que escribe software para equipos hospitalarios queda en la penumbra.

Aaron Swartz, creador de RSS y parte fundamental de Reddit, ganó notoriedad solo tras su activismo y su trágica muerte. Sus contribuciones técnicas, por sí solas, no bastaron para que se lo reconociera en vida.

Pero sin recurrir a las grandes leyendas de la programación podemos preguntar a cada programador en activo, pasado y presente, por sus contribuciones. Muchas empresas pueden gestionar sus facturas por su labor, pueden organizar sus pedidos por su labor, el agua llega a tu casa gracias, en parte, a su labor, no tienes choques en los cruces gracias a los semáforos programados, el pan sale siempre exactamente igual gracias, en parte, a su labor.

Todas estas contribuciones y un número infinito más se deben al trabajo anónimo, desconocido e irreconocido de un programador o programadora. Nuestras grandes leyendas, clásicas como Linus Torvalds o modernas como Bernat Ripoll (el programador e ideólogo original detrás de Holded), merecen el respeto que igualmente merecen los García, Fernández, Gutiérrez y tantos otros y otras que están detrás de cada cosa que haces y en la que interviene una línea de código. Que, como he dicho, es prácticamente todo lo que te rodea.


III. Romper el anonimato: estrategias de visibilización

Ante esta situación, han surgido movimientos y estrategias para devolver agencia y visibilidad a quienes escriben el código que sostiene el mundo. Algunos son gestos simbólicos; otros, prácticas concretas con impacto real.

Uno de los casos más interesantes fue el movimiento «Give Us The Credit», lanzado en 2020 por desarrolladores de GitHub. Reclamaban que las apps y plataformas digitales incluyeran una sección de «Crédito técnico», al estilo de los créditos en el cine. 153 proyectos adoptaron esta medida en menos de seis meses.

Linus Torvalds, como padre de Linux, es una excepción. Su figura pública es la prueba de que cuando el relato pone nombre y rostro al programador, su impacto es comprensible. Ada Lovelace, por otra parte, fue rescatada del olvido siglos después de sus contribuciones. Su caso ilustra que la historia se puede corregir, pero con intención.

Iniciativas como «Who Wrote That Code?» (2022) promueven que las contribuciones de los equipos de programación se firmen en la documentación interna y pública. Este tipo de medidas tienen un doble efecto: reconocen el trabajo y aumentan la responsabilidad sobre el mismo.


Por qué importa visibilizar a los programadores

Más allá de la justicia simbólica, visibilizar a quienes programan es una cuestión de justicia epistémica, como la llamó el teórico Bruno Latour en Science in Action (1987): «Ocultar a los artesanos del conocimiento distorsiona cómo entendemos la tecnología«.

Esa distorsión tiene consecuencias:

  • Se diluye la responsabilidad. ¿Quién responde por un bug catastrófico si no hay nombres asociados?
  • Se imposibilita la inspiración. Si no se ven programadores reconocidos, las nuevas generaciones no se ven reflejadas en ese rol.

En el plano laboral, la invisibilidad permite abusos: la cultura del héroe que trabaja 14 horas sin reconocimiento (como denunciaron empleados de Blizzard en su huelga de 2021), el outsourcing disfrazado que hace pasar por «equipos internos» a programadores precarizados del sur global.

Visibilizar es, por tanto, proteger. Es también una estrategia de calidad. Las empresas que documentan y reconocen la autoría del código tienden a producir software más sostenible, con mejor mantenimiento y menor deuda técnica.


De fantasmas a arquitectos

La figura del programador debe dejar de ser la del fantasma que hace funcionar las máquinas por arte de magia. Son los arquitectos de la realidad digital y su anonimato perjudica a todos:

  • a ellos y ellas,
  • a las empresas que dependen de su talento, y
  • a una sociedad que no comprende la infraestructura que sostiene su vida cotidiana.

Como escribió Ellen Ullman en Close to the Machine (1997): «Programar es un acto de creación tan íntimo como escribir poesía, pero la sociedad solo ve los resultados, no al poeta«.

Para cambiar esto necesitamos:

  • Credibilidad técnica: como Python y sus PEPs, que registran la autoría de cada mejora.
  • Narrativas públicas: que hablen de Radia Perlman y no solo de Jeff Bezos.
  • Orgullo gremial: como el que promueven colectivos como Tech Workers Coalition con su lema: «We Build The Future. Recognize Us.»

Visibilizar al programador es más que un gesto simbólico.

Es una estrategia de transformación cultural, una declaración política y una condición para que la revolución digital tenga rostro humano.

Porque si el futuro se escribe en código, es hora de conocer a quienes lo escriben.