Analizar datos es lo que tiene. Desvelan la realidad detrás de los mensajes publicitarios. Esa verdad que nos resulta, como consumidores, ajena y oscura.
Y la mejor manera de contártelo es con… un cuento.
Había una vez…
Un joven llamado Martín, amante de las hamburguesas. No las veía como simples bocados, sino como pequeños tesoros culinarios. Un día, mientras masticaba una hamburguesa perfectamente ensamblada, le asaltó una pregunta:
—¿Cuánto cuesta hacer una hamburguesa desde cero?
Martín no era de los que se quedaban con la curiosidad. Decidió que no iba a comprar nada procesado; criaría, cultivaría y fabricaría todo él mismo. No solo quería responder la pregunta, sino también entender lo que implica cada mordisco.
La vaca y el sacrificio
La aventura comenzó con la carne. «Necesito solo 150 gramos«, pensó, ingenuamente. Así que su tío Ernesto, dueño de una granja, le prestó una ternera. «Cuidarla no puede ser tan complicado«, se dijo. Pero el tío Ernesto, un hombre sabio y algo cínico, lo corrigió:
—Martín, una vaca no es un bistec con patas. Necesita alimento, espacio, agua y, al final, alguien que haga el trabajo difícil.
Algo que Martín no entendió en aquel momento. Durante meses, Martín alimentó a la ternera, midiendo cada gota de agua y cada puñado de grano que consumía, como buen analista de datos que era.
Para cuando estuvo lista para el sacrificio, había invertido 7.000 litros de agua y unos 200 dólares en cuidados. Pero la cosa no había terminado.
Con un nudo en la garganta Martín acarició a la vaca mientras esperaba al matadero. La conexión que había desarrollado con el animal hizo que el momento fuera devastador. Entendió entonces un coste que nunca había considerado: el emocional.
«Todo por 150 gramos de carne«, murmuró, mientras cargaba el resto de la vaca en un frigorífico alquilado.
Claro, para conseguir su pequeña porción de carne, había producido una vaca entera. Tendría que buscar cómo vender el resto de la carne o enfrentar el coste de desperdiciarla. Aunque ya no sabía si le había dolido más la inversión o la pérdida.
El pan y la paradoja del trigo
Con los ojos puestos en el siguiente ingrediente, Martín sembró trigo en un pequeño terreno alquilado. Tras semanas de trabajo, logró cosechar y molerlo. Aunque para ello tuvo que encontrar una molienda y reflexionar antes sobre quién la construyó y cuánto le costó.
Obtuvo suficiente harina para hacer 1 pequeño bollo, pero a un coste que ascendió a 50 dólares contando el agua, los fertilizantes y las herramientas.
Mientras observaba con orgullo su pan recién horneado, un pensamiento inquietante lo golpeó: «Todo este esfuerzo y dinero… y aún me sobra trigo.«
Martín había cultivado mucho más trigo del necesario para dos panes, porque no puedes plantar una o dos semillas. Ni 10 ó 20. Plantas un huerto entero. Podría hacer más bollos, pero no los necesitaba.
Al igual que con la vaca, lo que había producido para satisfacer su necesidad puntual lo sobrepasaba por mucho. Ahora tenía un excedente que debía vender, almacenar o dejar que se echara a perder. Y, en ese caso, gestionar los desechos. Otro gasto que ni se había imaginado que tendría. Pero vender el sobrante tampoco salía gratis, tendría que contratar a un community manager, como mínimo.
El huerto del exceso
El tomate, la lechuga y la cebolla fueron menos traumáticos. Martín plantó un pequeño huerto en su patio trasero. Los tomates maduraron tras semanas de cuidados, y aunque los caracoles casi devoran la lechuga, logró cosechar suficiente para adornar su hamburguesa.
Sin embargo, al preparar los ingredientes, notó algo: una sola planta de lechuga daba para al menos cinco hamburguesas y cada tomatera producía decenas de frutos. Por supuesto, no necesitaba tanto.
—¿Qué voy a hacer con todo esto?
Pero ni el viento le respondía. Además se estaba empezando a dar cuenta de una cosa muy importante. Algo que no había tenido en cuenta. Algo que empezaba a germinar en su cabeza.
Pero volviendo a las verduras, como con la carne y el trigo, Martín se enfrentaba al dilema del sobrante. Podía venderlo, lo cual requeriría tiempo y esfuerzo extra, o tirarlo, lo que significaba desperdicio y más costes de gestión.
La hamburguesa que nunca fue «solo una»
Finalmente, después de meses de trabajo y un gasto acumulado de casi 1.500 euros, Martín ensambló su hamburguesa.
¡Allí estaba: el resultado de su esfuerzo!
Pero mientras daba el primer mordisco, una verdad incómoda se hizo evidente. Para hacer una sola hamburguesa, había producido muchísimo más de lo que necesitaba. Una vaca entera, suficiente trigo para una docena de panes, y vegetales para alimentar a varias familias.
Cada ingrediente que no usó representaba un nuevo desafío: venderlo, regalarlo o verlo desperdiciarse.
Martín entendió entonces que el verdadero coste de una hamburguesa no estaba solo en lo que consumía, sino en todo lo que sobraba. Cada alimento, cada excedente, era un recordatorio de que el sistema que daba forma a su hamburguesa favorita no podía ser replicado por una sola persona.
Y, además, la sincronicidad. Algo que no había tenido en cuenta. La carne, el pan y las verduras tenían que estar en el poyo de la cocina en el mismo preciso instante en que iban a ser cocinadas.
Más otros ingredientes a los que había renunciado: especias, sal, agua, gas, la infraestructura de la cocina en sí misma. El impacto de los datos le abofeteó tan fuerte que tuvo que sentarse.
Hacer una sola hamburguesa era algo inabarcable para una única persona. El esfuerzo era descomunal. Si tuviera que hacer esto todos los días sabía que terminaría cazando pequeños animales para el consumo inmediato y que la gastronomía desaparecería. Todo sería el aquí y el ahora porque no habría ni tiempo ni herramientas para otra oportunidad.
«La sociedad moderna es un verdadero milagro«, concluyó.
Una lección de valor
Esa noche, al mirar el frigorífico lleno de carne y las cestas de vegetales que ya no necesitaba, Martín reflexionó:
—Esto es lo que hace la producción en masa: convierte el exceso en eficiencia. Pero en mi caso, ese exceso se convierte en desperdicio.
Mientras terminaba la última mordida de su hamburguesa, pensó en cuántas veces había dado por sentado su precio en un restaurante. Cada ingrediente, cada mordisco, estaba respaldado por un sistema de producción diseñado para reducir el coste, pero no el impacto.
Martín decidió que no volvería a hacer una hamburguesa desde cero. No porque no fuera deliciosa, sino porque había aprendido que, para valorar lo que comemos, no siempre necesitamos hacerlo nosotros mismos. A veces, basta con entender el esfuerzo que implica.